América Latina fue un mundo desovado y celosamente guardado por España durante siglos. Muy pocos norteamericanos son capaces de percibir el peligro cuando emana de naciones insignificantes. Por eso no ven, no oyen y no sienten. Trágico América Latina es, para bien y para mal, el continente invisible.
Para bien, paradójicamente, se demuestra en el triste caso venezolano. Cuando Nicolás Maduro amenaza a Estados Unidos (EE. UU.) o a España y dice algunas soeces barbaridades, nadie le hace caso. Eso es de agradecer. No lo escuchan. No cuenta. No lo perciben. Es un dictador de celofán y eso le molesta. Para mal, porque no hay enemigo pequeño, y mucho menos un grandullón colombiano, o de origen dudoso, que mide dos metros y pesa 130 kilos. Incluso, como suelen decir los panameños, siempre dados a las metáforas náuticas, porque no hay actitud más rentable que “navegar con bandera de pendejo”. Nadie discute que Maduro se pasea por el mundo explotando su identidad de bobo a la vela, y que es un tipo folclórico que habla con los pajaritos (y con las pajaritas, agregaría el personaje), pero hace mucho más que practicar el lenguaje de las aves y retorcer la gramática: auspicia el narcotráfico, otorga pasaportes ilegales, está asociado a Irán, a las FARC y a las bandas de terroristas islamistas, mientras alienta en su país la mayor ola de corrupción que recuerda la historia. Todo esto, subraya el político y politólogo boliviano Carlos Sánchez Berzaín, desata el éxodo desordenado de la gente más desprotegida. Si guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y mexicanos huyen hacia EE. UU. es porque gentes como Nicolás Maduro crean las condiciones ideales para que millones (y millonas Maduro dixit) de personas piensen, como sentenciaba Simón Bolívar, que todo lo que puede hacer un latinoamericano ilustrado es emigrar. Por eso es un disparate que EE. UU. se dedique a combatir los síntomas del mal —narcotráfico, terrorismo islamista o el habitual de toda la vida, la corrupción generalizada o la inmigración ilegal—, y que ignore las causas de estos flagelos. Es como pelear con la cadena y olvidarse del mono. Es un atroz error pasar por alto a Nicolás Maduro, Raúl Castro, Evo Morales, Daniel Ortega y al resto de los sospechosos habituales. En este momento, a los míticos 100 días de instalarse en la Casa Blanca, la administración de Donald Trump todavía no ha nombrado en el Departamento de Estado al subsecretario a cargo de América Latina, no ha formulado una política coherente con relación a los peligros que emanan de esa zona, y ni siquiera ha designado a un embajador titular para que participe en la OEA. Tampoco es de extrañarse, dado que los países limítrofes también carecen de instinto de conservación y son incapaces de formular una política exterior que intente protegerlos. En Colombia, Juan Manuel Santos jugó con la fantasía de que Chávez era su nuevo “mejor amigo”, pese a que miles de narcoguerrilleros colombianos vivaqueaban en Venezuela y él lo sabía, mientras al Brasil de Lula y de Dilma no le importaba que una buena parte de la coca que las FARC producía y Venezuela exportaba por medio del Cártel de los Soles (el de los generales venezolanos), inundara las calles de Sao Paulo y Río de Janeiro. Es indispensable, en este punto, formular y responder tres preguntas básicas. ¿Por qué los únicos países latinoamericanos que han formulado una política exterior conjunta, consonante con sus objetivos, son dictaduras totalitarias, como Cuba, o disfrazadas, como Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador? Acaso porque sueñan con hundir a EE. UU. y a los valores que le dan forma y sentido a las odiadas (por ellos) democracias liberales, y saben que para lograr esos propósitos es indispensable actuar en el terreno internacional. ¿Por qué las democracias latinoamericanas son incapaces de generar una política exterior individual o colegiada que las defienda del permanente acoso totalitario? Tal vez, porque nuestros dirigentes políticos (con excepciones) no ven más allá de sus narices, o porque han delegado en EE. UU. esa función, sin comprender que a esta nación, finalmente, le importa un rábano lo que pueda ocurrir fuera de sus fronteras, salvo que afecte los intereses y la seguridad de EE. UU., como es posible deducir de la permanente corriente aislacionista presente en el país desde que George Washington se despidió del poder recomendándoles a sus compatriotas que se mantuvieran alejados de las querellas europeas. ¿Por qué a EE. UU. le interesa más cuanto sucede en Indochina o en el Magreb que lo que ocurre en el vecindario latinoamericano, a pocos pasos de la (todavía) imaginaria muralla de Trump? Sospecho que tiene que ver con la propia autopercepción estadounidense. Pese a la recomendación de Washington, el mainstream se ve como una prolongación de Europa y tiene preocupaciones europeas. América Latina fue un mundo desovado y celosamente guardado por España durante siglos. Muy pocos norteamericanos son capaces de percibir el peligro cuando emana de naciones insignificantes. Por eso no ven, no oyen y no sienten. Trágico www.elblogdemontaner.com
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Mayo 2017
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